Tome señora, muchas gracias, me dijo el de 25, sentado en la fila de adelante del avión en el que estábamos despegando. Que ingrato, pensé yo. Le doy caramelos para que el boludo pasado de cerveza carioca no vomite y me devuelve la atención diciéndome señora. Igual me gustan los viajes. A veces más que los destinos.
En todos los tramos de estas vacaciones que termino mientras escribo, de ida y de venida, en trasbordo y en excursión siempre me he encontrado con cosas que quería traer aquí. Muchas desaparecen antes de convertirse en texto, Tengo la esperanza de que mi memoria haga una selección natural y sólo quede lo mejor. Pero bueno, somos pocos, nos conocemos mucho… lo que queda es lo que hay, sin más reflexiones al respecto.
Impregnados en la retina tengo todos los colores del mundo. Se concentran, infinidad de veces, en las sogas de las que cuelga la ropa lavada en los barrios de Brasil. Y cuánto más humilde el barrio más colores por soga. Como si la miseria con colores fuera más sencilla, o menos mísera.
En un colectivo de línea, cuando viajo siempre tomo colectivos, en un camino largo, pero no tanto como el de mi casa al centro, y además en lugar de al centro voy a una playa llena de mar, empiezo con algo que nunca puedo evitar. Está en el top 10 de las cosas que en mi fluyen muy naturalmente. Empiezo a mirar a las personas y las atravieso con mis historias jugando a que son las de ellos. Y me detengo entonces en la señora más cercana, una negra gorda vestida de naranja que huele a calor. Esta sentada adelante mío, tiene el pelo mota y canas. Las uñas despintadas de bordó. Sé que vuelve a esa isla, no está de visita. Hace el camino inverso a la mayoría de los que en ese momento habitamos el bus. Luce contenta pero cansada. Podría firmar un documento que diga que trabaja como ordenanza en algún restaurante de la ciudad. O en la cocina. Le hace mohines a mi hija menor y le dice algo que mi niña contesta.
La nena, con su media lengua, está mucho más cerca del portugués que el resto de la familia. Mientras, la mayor se asusta cuando no comprende el idioma, mi marido no habla ni en castellano con nadie que no conoce y yo, bueno, yo me comunico hasta en chino si es necesario. No deja de sorprender de todos modos, como las palabras a veces alejan. La menor jugando con varios amigos diferentes por día, en un juego universal, y la mayor, ya más convencional, sola, encerrada en sus propias palabras. Conozco adultos con las mismas (in) capacidades.
Luego veo a otra señora menuda, también canosa y morena. Lleva un balde por cartera y los ojos perdidos entre las arrugas. Se baja en una casa solitaria, en el medio de la nada. El colectivo para como si supiera y casi la deja en la puerta. Sabe. Se ve a un viejo trabajando la tierra, ella, menuda, camina hacia la entrada, ni se miran. En esas vidas me quedo, tanto imagino y creo que no me queda lugar ni tiempo para el resto de los pasajeros. Y de banda sonora el tractractac de las ruedas del colectivo en las rutas y en la tierra.
Pero, invariablemente, en algún momento vuelvo la mirada sobre mí y me veo sentada en ese colectivo, mirando por la ventana a la señora que no mira al señor que no la ve. Circunstancialmente puedo pensar también en cómo me recrean los otros, la señora gorda que huele tremendo, por ejemplo. Será real algo de lo que sospecho en los demás? Suena tan vívido en mi cabeza que por las dudas nunca se me ocurriría preguntar. Soy extranjera, una extraña robando pasados y sentenciado los futuros de algunos que ni siquiera me saben ahí.
Llegamos a la calle del hotel, nos aturde el corso, un camión gigante con una banda como de 15 que de tanta alegría parece que les va a agarrar un paro cardiorrespiratorio en masa. Me bajo corriendo con mi hija mayor, la menor se va con el padre a descansar, y en el medio de la gente que baila, baila en los balcones, en la calle, en la vereda, en las bicicletas, en los negocios, en los puestos callejeros, en los autos y en el camión, descubro que se hizo de noche. Y noto también que no tengo el sombrero puesto. Tranquilos entonces, tanta gansada medio barata sólo ha sido el producto del sol que me dió de lleno en la cabeza durante horas. Mañana prometo ponérmelo. Me lo prometo digo, sino menudas vacaciones entre tantas tribulaciones.
En el medio del barullo la cazo del pareo, mío el pareo, la pequeña bestia lo tiene puesto y no se lo pisa. Vamos al Supermercado. Otra cosa que hago siempre cuando viajo es ir a los supermercados. No a los de turistas ni a los céntricos, a los supermercados de verdad, en donde la gente me mira recelosa porque no me conoce. Ahí si siento que registro lo nuevo, lo diferente y auténtico. Paseo por las góndolas dejándome llevar por los olores y los empaques. Los supermercados hablan y te cuentan la historia de la gente que los usa. El orden de los productos, qué está de oferta, qué es atractivo, en dónde se concentran las señoras, las frutas y las verduras. Es un idioma. Compro regalos muchos más lindos que los de las casas de souvenirs y siempre me llevo algo especial para mi cocina. Si, si, si, ya se, pero recuerden que no me había puesto el sombrero.
Volvemos al hotel y la noche y luego el último día. Un día raro. La chica de las trencitas de mis hijas deja de trenzar de repente y se saca el collar que tiene puesto y me dice que es un regalo para mí, que ella quiere dármelo. Luego, camino por una reserva indígena, paro a comprar unas hebillas muy rústicas y cuando estoy saliendo la india pataxó que me atiende me chista y me dice que yo tengo muito luz y me pregunta si me puede poner un amuleto. Y me ata un collar en el cuello. Solas. En una choza de barro, una de las pocas que no tiene tarjeta de crédito. Muy raro todo. La de las trencitas es más comprensible, porque ahí estaba la pequeña, y entonces capaz le dí lástima y quiso protegerme, pero ahora, con la india estaba sola. Igual el descanso físico de las vacaciones no es necesariamente un descanso mental, así que no le doy más vueltas al asunto. Y ando con los dos collares. Y con mi rosario de plata, por las dudas.
Salimos para el aeropuerto envueltos en calor. El calor no se siente igual cuando llegás que cuando te vas. Es como el peso, no es lo mismo pesar x kilos mientras estás bajando que si los estás subiendo. Aunque el número sea el mismo.
En el aeropuerto me choco con un chico alto vestido de negro, con zapatillas cuadriculadas, cinto de tachas, mirada lánguida, tez muy blanca y parte del flequillo largo teñido de violeta. No es dark, no es emo, es el. Esa gente en general me cae bien, y aquí sobresale con su apatía lenta entre tanto coco, sunga y flores de tela. Además me resultan más crípticos, exigen más de mí a la hora de hacerles la biografía y de adivinarles el futuro. Se me antoja más cercano. Intento mirar el libro que lleva encerrado en su mano. Siempre llevan un libro. Y me decepciono cuando veo que es Luna Nueva. Mierda Carajo. Hace unos años un tipo así me hubiera mostrado un libro que yo querría leer (O en este caso que querría no haber leído). Seré yo o serán ellos? Será al final que la nostalgia despiadada de la juventud que hemos criticado en nuestros padres se nos hace carne? (y se caga de risa de nosotros claro).
Luego un trasbordo, Mc Donalds, que es un no lugar perfecto que te permite no pensar y marcar el combo en piloto automático. Y las nenas una alegría. Y el free shop. Me gusta el free shop. Amo el free shop. Parada técnica en el baño y en migraciones veo como, a través de un vidrio, mucha gente mira hacia el mismo lugar. Ignorando las miradas, pasa una chica alta y flaca. Con un vestido al cuerpo y hasta el piso. Corte carré, pelo negro, mucho maquillaje. Hasta ahí nada extraño. Si no fuera porque tiene puesto un corset sobre el vestido, bien fetiche, de esos que uno ve en los documentales viejos, tipo The Real Sex, que pasan en el cable. Cintura de avispa. Irreal. Más chica que la de la Barbie. Es violeta el corset, y los tacos altos al tono. Ahí ya no, esto es una joda. Una provocación. Lo dejo pasar de rebelde nomás. Derechita la tipa, pasos cortitos, bastante debe tener con su vida como para que yo la cargue con otras. Además, no puedo pensar en nada más importante que en cómo carancho hará para respirar. Y quién se lo habrá puesto… Se va y la pierdo en la multitud. Por suerte.
Estamos en San Pablo, en un aeropuerto honesto. Tan gris y tan de cemento como la ciudad a la que te abre la puerta. Me pido un café negro. Ya estoy medio cansada de tanto jugo de Guayaba.
Me siento y al lado un pibe joven concentrado en su libro. Tan concentrado que ni los gritos de mis hijas lo sacan de su lectura. La piel chocolate hace juego con su boina cuadrillé en tonos tierra. Muñequera de cuero marrón. Bermudas y remera. Como con onda pero estudiada. Prolija. Diagramada. Si me fuera la vida en ello diría que es su primer viaje a Buenos Aires. Ojala lo reciba bien. Sus ojos son inocentes, pelo bien cortado, manos cuidadas. Va a una entrevista de trabajo, sigo, seducido por nuestra ciudad tan pero tan atractiva. Y tan puta a veces. Me dan ganas de protegerlo.
El avión que se retrasa y yo escribo. Tengo varias dudas. Por ejemplo, mientas no sabemos si vamos a estar ahí 20 minutos o 10 horas, no sé si seguir escribiendo o ir a hacer un desastre al otro free shop, el que descubrí al final del pasillo. Luego, cuando la menor empieza a mostrar su carácter, otra duda: La subo a ella al vuelo a Johannesburgo que sale en 10 o me subo yo?
Finalmente nos sentamos. Mando el mensajito a la corte de familiares que nos esperan. Bah, a las nenas esperan. Anuncio la demora para que no llamen a la guardia civil. Cosas del amor. Y de la vejez.
Mis hijas y mi marido sentados los tres juntos, el pasillo y yo. Nos turnamos, en el viaje hasta aquí fui yo con ellas. Ni pienso decirles cuál de los dos lugares es el premio. Sobre todo porque si leyeron algo más de este Blog no hace falta. Me pide permiso para pasar el que va a Baires a buscar trabajo y una vida tal vez no tan prolija. Para mí que es gay pero en su ciudad, con los suyos, no ha podido serlo. Me saluda amablemente, casualidades esas que te sientan al lado al mismo tipo con el que estuviste tocándote el codo en una sala de pre embarque gigante llena, pero llena, de gente. Sigue metido en su libro. Y la tapa se me insinúa más puta que Buenos Aires. Escrito en grandes letras blancas: As 21 irrefutaveis leis da lideranca. Y debajo del título, por si no entendiste: Uma receita comprovada para desenvolver o lider que existe em voce.
Irresistible. Claro que lo que más me llama la atención es el número 21, porque lo de irrefutable me causa gracia. Los números redondos no aportan a la credibilidad. Digo, si te dicen que son 20 capaz pensás que eran 21 o 19, pero que el editor le dijo que era más elegante llegar al número redondo. Yo hago el camino inverso y desconfío. Para mi que eran 20 y lo obligaron a partir una en dos para que el chico gay de la muñequera de cuero lo compre.
Tres filas más adelante un niño no deja de llorar con el sonido inconfundible del capricho. Fuerte llora. Tiempo atrás hubiera tenido que reprimir mi firme decisión de asesinarlo sin ninguna contemplación. Hoy, años después, siento cierto alivio al notar que hay en el avión un infante más molesto que la propia. Incluso sé que esos berreos van a tapar el mantra incesante de mi hija menor que a viva voz va a cantar casi todo el tiempo que esté despierta: Esteshita doestasssss. No es que no me molesten los gritos del pequeño maleducado. Me molestan, pero me alivian. Cosas de la paternidad.
Igual, ya debería saberlo yo, nada es definitivo y del alivio me arranca la voz de la pequeña que, acompañada de la manito, dice: Aion uhhhhh pufff!!! Imitando un vuelo que abruptamente se desploma. Ahora, tiene dos años, nada sabe de Lapa ni de Lost (A pesar de la enfermiza adicción del padre que bajó el primer capítulo de la nueva temporada una noche en el hotel, luego de la cuál nunca más funcinó bien la conexión. Para nadie). Repite el jueguito, cada vez más alto y cada vez más violento es el puff. Le resulta muy divertido.
Recuerdo, como un cartel de peligro rojo, cuando me dijeron que había sublevado a toda la salita de la guardería. Proyecto y me río. Risa nerviosa. Vuelvo a la realidad y noto que mi marido comparte mi risa. Y mi nervio. Temo por los pibes de los caramelos, mirá si se sienten mal, les tengo que dar azúcar y me vuelven a decir señora. Los miro otra vez, están sentados, como nosotros, en el mismo asiento que en el primer vuelo de la combinación. Deben tener aproximadamente 25 años, se fueron de vacaciones a Brasil y vuelven con bermudas pinzadas y camisa, si, dije camisa, a rayitas. Unos insolentes, como me van a ver señora con esa pinta? Completo la ficha de sus antecedentes, les designo barrio y carrera universitaria, pero un poco me aburre. Rápido, el padre de la criatura (la mía), le tapa la boca con un caramelo y la saca de la hipnosis repetitiva y espero, nada agorera. Basta de uhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhh pufffffffffffffffff!!!!!!!!!!!!! (A esta altura ya era así de largo).
Me recuesto en la butaca, aprovechando el tiempo que dura el caramelo, y le comento a mi marido lo buena que está la azafata que nos enseña como ponernos la máscara en el supuesto caso de que el avión se caiga y en el mucho más remoto caso de que podamos sobrevivir a ello. No me gustan las chicas, pero no puedo más que observar que la mulata tiene curvas hasta en la trompa. El resto del pasaje mira absorto y se entera, capaz, por primera vez en cientos de vuelos, en dónde carajo están las puertas de emergencia. Mi consorte me responde que justo estaba pensado que las azafatas de los vuelos a Brasil están considerablemente mejores que las de los vuelos a Chile, a donde va seguido. Nos reímos juntos. Hoy es nuestro aniversario. Un cumple mes. Nada importante, al menos no para nosotros. Pero hoy lo recordé, toda una proeza.
Saco la máquina y termino este texto antes de que no tenga sentido ni palabras. Lo hago en una carrera apurada con el carrito de la comida, que me va a obligar a cerrar la compu. Le gano.
Terminé, ya está. Estoy lista. Como miro a los demás me miro a mi y descubro, no sin cierta satisfacción, que a lo largo de mi propia historia, si bien me divierto en los caminos, siempre he tenido una insospechada habilidad para saber en qué momento exacto ya iba siendo hora de volver a casa.