Durante años me desagradaron mucho las cremas. La textura, los olores. Todo feo. Luego, con la edad en ascenso y otras cosas en el contrario, las fui incorporando casi con cariño. Bueno, no tanto, son más bien cómo un trámite. Salgo de la ducha, me encremo toda. Ya ni lo pienso. Y como soy coherente, tampoco me importa mucho la marca ni la composición química. Controlo que tengan un precio razonable (de la media para arriba, digo, ya que me embadurno por lo menos que sirva para algo), aroma más bien cítrico o por lo menos no floral y si es posible un tarro bonito.
Una mañana de no hace mucho descubrí que se me había acabado la crema facial. Horror, mirá si se me caían los párpados por dos días de sequedad. Aproveché el hueco entre una reunión de no recuerdo qué y la compra de me acuerdo menos y me metí en el Shopping a por una. Me acerqué al panel de una marca que ya conozco y manoteé una anti age, y me iba ya a pagar cuando me ataja una de las vendedoras. Me sacó la crema de las manos y la miró. Luego me miró fijo. Con la misma seriedad con la que me han mirando los médicos que me han abierto la cabeza. Y me dijo que no, que de ningún modo, que anti age no. Que yo no tenía arrugas, que llevara una hidratante. Y me puso otra crema en la mano, de la misma marca pero más barata.
Yo casi le parto la boca de un beso. Y muy poco me importa si resulta que la mujer esta tenía, por ejemplo y porque soy mal pensada, comisión sobre el tarro que me llevé. Bien que se lo ganó carajo. Y así me fui a mi casa, con la crema para las que no tenemos arrugas y la autoestima reluciente.
Pero la verdad es otra, con crema o sin crema el tiempo pasa. Y este 2009 viene siendo como una bisagra.
Ocurre que este año no sólo yo cumplí 35. La mayoría de mis amigos también. Incluso algunos se animaron a los 36. Entonces oscilamos de cumple en cumple, tomando hepatalgina para que tanto festejo no nos arruine el colesterol. Y nos hamacamos entre la euforia, las soledades, los divorcios tempranos y las bodas maduras. Las velitas sin número por las dudas y la angustia propia mezclada con la compartida. Podríamos haber hecho un solo “festejo” y luego tasa tasa casa uno a su casa. Pero no, somos sufridos. Y nos gusta tomar.
En uno de los últimos cumples un amigo postulaba, con la misma seriedad con la que defendemos una licitación (porque seguimos hablando de las mismas pelotudeces, y Dios nos las guarde) que nos estábamos convirtiendo todos en ancianos musicales. Y se animaba a una teoría absolutista que aseguraba que todos, menos el, en algún momento, en alguna canción, nos habíamos quedado. Y de ahí en más, todo lo pasado era bueno y todo lo posterior una bazofia.
Claro que el pibe denotaba en su discurso una lucha descarnada contra el paso del tiempo y se convertía en la misma desgracia que criticaba. Porque que todo lo pasado sea bueno sólo por el hecho de serlo es tan tremendo como que todo lo nuevo sea bueno sólo por la novedad.
El peligro es, queridísimo amigo, en esta adolescencia musical eterna, que un día te vas a encontrar, por ejemplo en la fiesta de 15 de mi hija, haciendo pogo en la pista, pelado y con arrugas, mientras tus amigos te miran espantados y mi hija llora a los gritos pidiendo que alguien te saque del salón. Mirá, no se si te invito…
De todos modos algo de cierto debe haber, porque Tokio Hotel no es Metallica. Lo se. Y si lo es, no me importa. Por las dudas, y mientras tanto, organizamos un festival con todas las bandas cruzadas que se forman con el grupo de amigos. Porque si, la mayoría son músicos (Ni Tokio ni Metallica por si alguno tiene alguna duda). Somos de la generación que, por suerte, tiene más noche que happy hour. Ahora, profesionales la mayoría, padres algunos, mayores todos, la organización fue divertida, me puse botas hasta las rodillas y cinturón con tachas y me enamoré más del tipo con el que vivo, como siempre que lo veo tocando. Claro que nos rejunta el humor extraño ese que no amiga, y el festival se llamó Midlife Crisis Fest. Nada más claro.
Terminada esta fiesta yo me descubro pensando en la fiesta de mis 36, y aunque no tengo ninguna intención (Y tampoco tengo mucho tiempo, vamos a ser honesta) de ir en contra del tiempo he notado que últimamente, e internamente, me ha cambiado el paradigma. Hasta hace poco me llamaban la atención los detalles de la brecha generacional entre mis padres y yo. Y de un tiempo a esta parte se ha invertido y sin darme cuenta, me sorprenden las diferencias con mis hijas. Con los chicos que trabajan conmigo. Con las cajeras del supermercado. Hermoso. La historia de todos. Incluso de mi amigo musicalmente puber.
Distingo más fácilmente cuáles son las cosas que me gustan y cuáles no. Y las vocifero sin culpa. Me desagradan las personas que se hacen las boludas, odio la primavera, detesto las sandalias con medias y las pasas de uva calientes. Ir al gimnasio es una tortura. El color rosa me pone de mal humor y levantarme temprano es lo peor que me puede pasar en la vida. Me gustan los zapatos, mi familia, mis amigos, mi laburo, bailar y cantar. El color negro, el sushi, viajar y leer. El buen sexo, la buena comida y la buena bebida. Los juegos electrónicos y cualquier cosa que tenga botones (o pantalla táctil), luces y se conecte.
Tener claro que te gusta y que no, aunque parezcan banalidades, está buenísimo, te lo da el paso del tiempo, y te garantiza buenos momentos. Como en la cama. Como en la vida.
Cambian los días, los meses, los años. Incluso puede variar tu gusto musical.
No es dramático. Es lo que hay. La sangre caliente de hecho sigue estando. Se trata de prender la hornalla. Y de saber en dónde buscar el fuego.
Y además que me importa. Yo no tengo arrugas.