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textos que en algún lado tenía que poner.

martes, 30 de septiembre de 2008

M de Malnacida.

Cuando nació mi primera hija yo era mucho más joven. Como 6 años. No había pasado entonces la barrera de los 30.
Era también bastante más idealista y un poco más calentona. Con el paso del tiempo, no se bien aún si por la edad o por el cansancio, he aprendido a dominar mis reacciones. Algunas. A veces. Que no es poco.

Nació la bebe en el 2002. En una Argentina llena de cacerolas golpeadas, helicópteros erráticos, poco trabajo y sobre todo, un parto complicado.

Luego de este cuadro hermoso, volvimos a casa. Cometimos todas las atrocidades propias de la paternidad incipiente, mi marido volvió a su trabajo y yo, una semana después, partí con la bebe al Registro Civil para convertirla en ciudadana.

Primeros días de febrero. Un calor. Junté todos los papeles, me pedí un remis y partí. Un calor.

La ciudad desierta, el Registro Civil también. Todo cemento. Yo con la faja y toda chorreada de leche (Es de buen tambo la nena dijo el pediatra, desmitificando toda la cuestión del momento mágico de la lactancia que me habían contado). Un calor…

Cola no hice. No había nadie. Bueno, si, estaban los 10 empleados del Registro. Me atendieron en la mesa de informes. Yo con la bebe a upa (En ese momento aún no tenía esa extraña habilidad que luego uno desarrolla que le permite incluso hacer origami con un hijo calzado en la cadera). De la mesa de informes me mandaron a sacar un número. Saqué un número. La bebe se hizo caca, bueno, caca no, meconio, que es algo parecido pero más feo. Volví a la mesa de informes y me mandaron a cambiarla a un cuartito a una mesada, justo al lado de los rollos de papel para sacarte la tinta de los dedos. La cambie, volví con mi número y un calor, y me senté a esperar.

Finalmente se levantó una señora y me llamó. No recuerdo mucho su aspecto físico. Si algunos detalles, obviamente los desagradables. Uñas demasiado largas y bastante mal pintas de rosa fuerte. Pelo teñido de rubio. Una especie de remerita de hilo a rayas en tonos pasteles que brillaba. El encuentro no podía terminar bien.

Con toda la parsimonia del mundo (Como cuando uno le pide a los hijos que apaguen la tele y se mueven en cámara lenta) me dio un formulario para llenar. Me pidió los papeles que yo había llevado y finalmente notó que yo no tenía modo de escribir con la bebe más el bolso de la bebe más la carpeta de los papeles más mi humanidad. Tomo entonces la birome, ya había chequeado que los benditos papeles estuvieran en regla, y comenzó a escribir ella. Me preguntaba los datos con una especie de magnificencia como si en lugar de llenar dos líneas me estuviera donado un riñón.

No era el personaje de la empleada pública de Gasalla, pero tranquilamente podría haber sido la musa inspiradora.

Todo iba más o menos dentro de los cánones normales hasta que me pregunto el nombre de mi hija. Se lo dije, y luego, los dos apellidos, el de mi marido y el mío. Ahí se paralizó. Levantó la mirada y finalmente me miró con una mezcla de satisfacción y odio. Satisfacción porque con el trámite frustrado podía volver a hacer lo que estaba haciendo, es decir nada, y odio porque si se lo hubiera dicho antes no habría perdido esos 10 minutos preciosos para que se despinten las uñas un poco más. Y me espetó: “No podes ponerle tu apellido, precisas la autorización del padre”. Y se quedó en silencio mirándome desafiante y tirando por la borda tantos adelantos del género femenino en las últimas décadas.

La mal nacida me decía que mi hija recién nacida no podía llevar mi nombre. Tan contenta estaba que cualquiera hubiera jurado que ella había escrito la ley antiquisima en la que se estaba respaldando…

Claro que una mañana de febrero con un calor que derrite las baldosas nadie puede ser muy inteligente. Y no me midió. Primero no entendí, y le pregunté en voz alta: Para ponerle MI apellido a MI hija la ley necesita que esté el padre, pero para ponerle el de padre con que esté yo alcanza??. Para los que me conocen “pregunté en voz alta” es un eufemismo para decir que brame con mi voz gruesa y que como consecuencia las imágenes de los monitores blanco y negro del Registro vibraron durante horas.

Luego me imaginé dejando prolijamente a la beba en el archivero que tenía a mi derecha y luego saltándole a la yugular a la señora. De inmediato noté que no podía hacerlo, pero sólo porque había muchos testigos. Y me dediqué entonces a gritarle durante unos diez minutos sobre todo lo que pensaba. Incluso sobre sus sandalias color crema de taco.

Por supuesto que como estamos hablando de una ley no la pude anotar, pero si logré que todos, y cuando digo todos es todos, los empleados del Registro se pararan y vinieran a proteger a la bebe de mi, a la señora de mi y a ellos mismos de mi. Unos valientes.

Me fui con mis hormonas recién paridas a mi casa. Ya había sido lo suficientemente difícil explicarles a los demás por qué quería ponerle mi apellido. Nada de feminismo, nada de snobismo (me apellido Suárez, a ver…) la simple razón es que en el medio de una ciudad en llamas, un parto problemático y una bebe con complicaciones importante a la que le costó varios días más que a nosotros volver a casa, ella era mía. Tan mía que necesitaba nombrarla como propia. Al principio de esta historia dije que era más joven. Y más boluda también, porque ahora, no explicaría nada y punto.

Y volví a la semana siguiente con mi marido de la mano. Aunque el no lo admita del todo yo se qué comprendió mi necesidad, es uno de los motivos por los que me casé con el. Ya promediando febrero había más gente en la calle y en el Registro. Casi no hicimos cola. La anotamos y nos fuimos. La señora de las uñas rosa fuerte no estaba. Capaz le había dado licencia por estrés post traumático.

Y salimos a la calle con la bebe a upa que ya era ciudadanamente nuestra.
Y un calor…

jueves, 25 de septiembre de 2008

M de Mucho.


Hace años que tengo sobrepeso. Tanto tiempo después puedo afirmar que la razón de base es la autoestima. El exceso digo. (El de autoestima, no el de peso).

Entre tanta tiranía de cuerpo flaco y anoréxico, no seré yo quien haga una apología de los rollos o una reivindicación de la gordura. Nada más lejos de mí. Conozco los riesgos, y con el paso del tiempo, entiendo que finalmente tendré que hacer algo al respecto. Soy madre y deberé preservarme sana para ocuparme de mis hijas.

Antes de empezar a adelgazar (Cómo se hará tal cosa… ¿) intento ordenar el resto de los motivos..

Ocurre que nadie que me conozca puede decir que no tengo fuerza de voluntad. Al revés, soy una especie de topadora. Creo realmente que uno puede hacer lo quiera. Solo tiene que hacerlo. Tendré que aceptar entonces que o nunca me propuse realmente adelgazar o es la excepción a la regla en mi personalidad. Mientras escribo recuerdo que una vez el notero de un programa en el que trabajaba, una noche, medio borracho, mientras cubríamos la grabación del video clip de Sabina con Fito “Llover sobre mojado” (Dios, cuánto memoria al pedo), me dijo: “Lo que pasa es que vos tenés que ser grandota porque le pones el cuerpo a todo”. En realidad no sirve como excusa, lo que de verdad pasa es que me gusta comer.

La casa de mis padres, y ahora la mía, son una especie de club social en donde desfilan a diario amigos, familia, conocidos, amigos de los amigos, familia de la familia y últimamente se han sumado amigos de mis hijas, familia de los amigos de mis hijas, etc. Y entre lo que yo cocino y los que los otros traen esto parece un buffet con servicio 24 horas. Cocinar me relaja. Cocinar para los demás me encanta. Me compre una cocina industrial. Y la uso.

Me ha sucedido siempre además que no tengo rollos (juego de palabras tonto) con el tema de mi imagen. Me veo divina, me siento sexy. Siempre tuve “levante”. Por otro lado a esta altura noto que he cometido, en nombre de mi libertad, atropellos al buen gusto (Si Madonna salía a bailar con corpiño de conos por qué yo no, eh?). Pero sospecho que los hubiera cometido igual, independientemente de mi peso.

No tengo limitaciones tampoco, soy ágil, soy flexible, puedo bailar horas, y hace unos años, cuando tuve un operación “importante”, el cirujano estaba preocupado porque suponía que iba a tener los “valores” mal. Ja, divinos estaban. Como yo. (Lástima el tumor… que de todos modos nada tenía que ver con mi peso).

Para completar la situación, la mirada del otro, por lo menos la mirada de lo externo, siempre me chupó un huevo. Me pongo lo que quiero cuando quiera. Y tengo alma de arbolito de navidad, pero de luto: Vamos con aros, collar, reloj, tacos, anillos, todo negro. Y todo grande.

En fin, parece que me llegó la hora. Por lo menos la de la conciencia. Debería entonces, en nombre de la sanidad, perder algunos kilos. Y se me ocurre que podría empezar por:

- Los kilos que legalmente no están casados con mi marido.
- Los kilos que nunca se recibieron de licenciada.
- Los kilos que parieron a la segunda pero que no tuvieron nada que ver con la maternidad de la primera.
- Los kilos que no conocieron el primer departamento.

Y si todo este auto convencimiento no alcanza, tengo que pensar que capaz, sólo capaz, me entran otra vez los pantalones de cuero. Y entonces, no podíamos irnos sin otro juego de palabras tonto, tamaño esfuerzo habrá valido la pena.

lunes, 22 de septiembre de 2008

M de: Mujer que escribe (la génesis).


Aprendí a leer y a escribir mucho antes de entrar a primer grado. No era superdotada, era hincha pelotas. Estaba absolutamente fascinada por todo lo que tuviera letras. Y mi santa madre, harta, realmente agotada, de tener que leerme todo, decidió que era mucho más productivo para su sanidad mental (Y para mi integridad física) enseñarme a leer y a escribir. Y como mi progenitora es de una fortaleza indescriptible, lo logró.

Luego arremetí yo con todo lo que se pudiera leer. Lo que debía y lo que no. La revista Humi que me compraban mis papás y la revista Humor que se compraban ellos y que me prohibían. Y también la revista Perfil que me escondían.

No sabía mamá (Una de sus frases favoritas hoy es “Te deseo con tus hijas la mitad de los fuiste vos, con eso estoy satisfecha”) que se sacaba un problema de encima pero se ponía otros.

En primera fila estaba cuando yo, de 6 años, pronunciaba un poema (Espantoso) de mi autoría (De quién más sino) a la bandera en el patio del colegio Socorro de San Pedro. Un momento hermoso. Ah… porque escribía poesía, no les comenté?? No, si era una joyita...

A mediados de cuarto grado nos mudamos a Buenos Aires. A la semana de estar cursando la señorita (Violeta se llamaba) la citó a Eleonora y le dijo, muy seriamente: “Usted sabe que su hija escribe?!”. Esta mujer pensaba que el trauma de traerme de la zona rural a la urbanización había generado en mi una depresión literaria, o algo así y que por eso todo en el cuaderno tenía métrica y rimaba. Ella una ilusa, yo una niña insoportable.

A esta altura ya estaba convencida yo de que escribía más o menos bien. Y cómo por contraposición la mayoría del resto de las cosas que te enseñan en el colegio me interesaban un bledo (Aún hoy hay cosas básicas como la división que casi no comprendo) me dediqué a explotar la pluma y la lectura.

En el secundario fue practicamente igual y por supuesto mis redacciones se destacaban. El punto culmine llegó cuando para un trabajo práctico yo agarré y me escribí una novela completa (Toma, chupate esa mandarina). Lazos se llamaba el adefesio, y empezaba narrando la muerte de la que aún hoy es mi indiscutible mejor amiga. Es además la madrina de mis dos hijas y mi socia. Ahora que lo pienso, y a la distancia, como en definitiva soy una buena mina, se ve que la mataba básicamente para salvarla de mí.

Lazos pasó de mano en mano, lo leyeron todos los profesores, varios de mis compañeros, los padres de algunos (Incluyendo a los de la muerta), mi familia… Y todo eran felicitaciones y augurios de un futuro en las letras.

El libro (porque es uno solo, con tapa de cartulina) sigue en mi poder. He fantaseado con reescribirlo. Pero también he fantaseado con pesar 30 kilos menos, con volar y con tener sexo con algún hombre famoso, pero una de las virtudes que tengo es que distingo bastante claramente el terreno de la realidad y el de la fantasía.

Aún me pregunto como nadie tuvo la valentía para decirme: No nena, busquemos otro kiosco.

Capaz fue piedad, porque hasta ahí duró el romance. Entré a la Facultad. Y bastaron un par de días. Ahí si que había, y estoy hablando de compañeros, monstruos gigantes de la pluma. De los que aún tengo muy cerca, puedo nombrar a un amigo que escribe poemas que te parten en dos (Y no necesita rimar canción con emoción) y una amiga que hay Dios mío, si yo escribiera como ella no haría otra cosa nunca. Ni siquiera comprarme zapatos. Escribiría y escribiría.

Sin embargo, acá me tengo, en esta especie de regreso al mundo de las palabras. Y públicamente, que no es poco. Me someto, aunque no es el fin, a la mirada de los que seguramente tendrán mucho que criticar. Y sin embargo, ocurre en un momento en el que tengo la madurez suficiente como para saber que no hace falta ser bueno (o un genio, o un iluminado) para hacer las cosas que te dan placer. Alcanza con hacerlas.

Y sospecho que hicieron falta el poema a la bandera, los cuentos obvios y el best seller Lazos para poder hoy, de modo terapéutico, balbucear en este Blog mientras me divierto horrores y esperar que si alguien lo lee, se ría.

Y que el resto, literalmente hablando, me chupe un huevo.

domingo, 21 de septiembre de 2008

M de: Me desagrada la primavera.


A mi no me gusta la primavera. El mi ranking de estaciones está primero el otoño (estación con onda si las hay), luego el verano, después el invierno y ahí, al final, la primavera.

Me molesta todo lo que está relacionado con la primavera. No me gusta el olor a flores. Odio el olor a flores en general. Odio que las flores se reproduzcan, a partir del 21 de Septiembre, en vidrieras, publicidades, tapas de revistas, el cuaderno de mi hija, canciones, ropa y todo lo que se pueda pintar, plotear, describir. Hasta de debajo de las baldosas salen flores. Se vive como en un continuo ataque esquizoide de liberty!

Y ahí salen todo con los bermudas y las sandalias. Aunque haga 5 grados. Bajo cero. Ahhh pero si es primavera… sacate el tapado y ponete la musculosa que sino sos un amargado. Y cada vez peor, porque con esto de la capa de ozono el clima se va como corriendo y lógicamente si en abril te cagas de calor en septiembre hace frío. La de plata que deben hacer para estas épocas los fabricantes de Antigripales.

Pareciera además que por decreto tenés que estar de buen humor. Y enamorarte. Y ahí nos vamos todos a la mierda. Evidentemente el polen ataca directamente a las hormonas. Y uno ve cada caso… porque como ya no tenemos 16 años, la cosa no queda en transar con un fulano lleno de acné sobre los restos del sándwich de mortadela en el picnic de Palermo, justo antes de pelearte con el otro colegio y de que te corra la cana. No te alcanza el verano para arreglar las cagadas que te mandaste en la primavera. El amor no tiene estación señores, sino sería de sencillo…

Y no me gustan las mariposas, y no me gustan las alergias, y menos las abejas, y no me gusta, sobre todo, el espíritu primaveral. Lo único que me gusta de la Primavera es la placa de Crónica que anuncia su llegada.

Me gusta la época de frutillas, me vuelvo loca por los jazmines (Tengo una teoría, no son flores, sino no me gustarían tanto), adoro las noches cálidas al aire libre con mi amor, disfruto horrores de los días de quinta con amigos, pocas cosas me gustan más que mis hijas disfrutando de la libertad de la naturaleza.

Aclaro esto último para dejar asentado que no es de jodida. No me gusta la primavera porque creo que, independientemente de la estación que sea, cosas buenas pueden “florecer” sin necesidad de tanto brote.

lunes, 15 de septiembre de 2008

M de Mujer: Ocupada, pero sobre todo PREOCUPADA.


Puff hace varios días que no escribo..

Ocurre que estoy ocupadísima. Mi agenda explota.

No lo tenía planeado, pero en el próximo mes tengo que:


  1. Blanquearme los dientes.
  2. Ir al nutricionista.
  3. Cortarme el pelo.
  4. Ir a la dermatóloga.
  5. Teñirme las canas.
  6. Ir al plástico.
  7. Hacer pilates para endurecer los brazos.
  8. Hacerme una lipo. General.
  9. Ponerme botox. También en general.
  10. Bajar 27 kilos.
  11. Hacerme las manos.
  12. Sacarme dos costillas. Como Thalia, pero sin la voz de pito.
  13. Hacerme los pies.
  14. Levantarme las tetas.
  15. Hacer 70 horas de escalador para levantar la cola.
  16. Hacer 1.556.779 abdominales para meter la panza.
  17. Ponerme hilos de oro en la cara.
  18. Hacerme un transplante de abdomen (No veo otra solución efectiva para contrarrestar las estrías de los embarazos).
  19. Hacerme un peeling.
  20. Comprarme ropa nueva que me quede bien luego de haber hecho todo esto.
  21. Hacerle hacer cosas similares a mi marido para que hagamos juego. (Obviando lo de las tetas).
  22. Hacerme un cinturón gástrico porque seguro que la dieta no funciona y no tengo más tiempo.
  23. Nacer de nuevo para, ya que estamos, medir 15 cms más.
  24. Ganarme el loto para poder pagar todo lo anterior.
  25. Si no me gano el loto, vender la casa y volver a vivir con mis padres o con mis suegros, para poder bancar todo lo anterior (Incluso las boletas fallidas del loto).
  26. Darles un curso acelerado a nuestras hijas para que nos reconozcan. Y mandarlas al psicólogo para que lo asuman.
  27. Ir a un spa para descansar del esfuerzo.

Es que nadie me avisó… nadie me dijo… Nadie tuvo la decencia de advertirme que CUALQUIER PUTO CONTACTO DEL PUTO FACEBOOK TERMINA EN UNA PUTA FIESTA DEL REECUENTRO!!!!

martes, 2 de septiembre de 2008

M DE MUJER: Golpeada!


Parece que no era suficiente con el hecho de verme vestida con ropa de ski. (Y eso que era todo casi todo negro. Estaba igualita a la carpa de circo Tihany pero de luto y con antiparras).

Obviamente no alcanzaba con la indignidad de los niños menores que te pasan por al lado velozmente mientras vos intentas hacer equilibrio en una pata y rezas para poder ponerte el otro ski antes de que cierren los medios de elevación. Y cuando digo “niños” incluyo a mi hija de seis años.

Claramente no bastaba con el odio profundo hacia el instructor (Que parecía, por su humor, que se acaba de dar cuenta de que siendo español y viviendo en eruos no le convenía hacer temporada en Esquel, en pesos). El instructor descargaba su frustración diciendo comentarios como: “Ni modo”, “Insistes”, “Ni forma”. Y lo coronó sentenciando: “Que esto algunos lo aprenden en tres días, otros en cuatro y tu en cinco”. Y pensar que le pague. Lo tendría que haber bajado del cerro a patadas en el orto. Por insolente.

Todo hacia suponer que se agotaba la cuestión pasada la primera e infructuosa clase de snowboard, luego de la cual me dirigí raudamente al ski. Raudamente es una forma de decir, como comprenderá cualquier que haya caminado con botas de ski puestas. O que conozca mi habilidad para cualquier cosa que se parezca a un deporte. Reconozco que evalué el culopatín, pero temí provocar un alud.

Hubiera sido justo que las profecías de todos mis amigos sobre la cantidad de desastres que iba a desencadenar quedaran sólo ahí. Hubiera sido justo decía, que perdieran todas las apuestas que hicieron. O que por lo menos que me dejaran participar.

Luego de sobrevivir a la aerosilla (recuerden, estamos en la Argentina) que para y arranca, que se bambolea y todo con mi bebe a upa, el resto debería ser un lecho de rosas. Claro que las rosas se mueren con 19 grados bajo cero.

Pero no, como la experiencia tendría que habérmelo indicado, algo tenia que pasar.

Iba yo con tanta dignidad (es factible que la palabra dignidad y yo esquiando nunca puedan cohabitar en una misma oración, pero eso es otro tema), decidida a bajar majestuosamente por la pista de principiantes, aterrada sin embargo porque al estar rodeada de niños temía aplastar a alguno y que no lo encontraramos nunca más. Decía, iba yo bajando casi llevando el control. Casi. Una cuña que seguramente se veía bastante peor de cómo yo la sentía, pero una cuña al fin. Y vino de atrás (De atrás es traición!) una mina (Más vieja pero más flaca, así que estábamos empatadas), muy rica ella con su tabla de snowboard. Y mirá que soy grande. Y mirá que estaba vestida de oscuro contrastante contra la blanca nieve,… Y aún habiendo expuesto todo lo anterior… se lanzo por entre mis piernas, con tabla y todo. Y me caí, claro.

Mis piernas se abrieron mucho más que de costumbre (Me refiero a la distancia y no a la asiduidad). Unos de los músculos de la cara interna de un muslo se estiró más de lo debido. Nunca más me pude parar. Vino la camilla. Arriba del cerro. Era anaranjada fosforescente la camilla (Por si alguno no me había visto).

Decí que estaba acompañada…

Dijo mi amigo: “Yo la vi, pero no te pude avisar”.

Dijo mi marido, luego de que lo invité a que siga con su clase: “Nooo, yo quiero ver cómo te bajan” (Y el tono no era de preocupación, créanme).

Mi amiga a mi no me dijo nada, no pudo porque estaba excitadísima gritándole a los anonadados camilleros: “Por favor, por favor, denme 5 minutos que busco la cámara de fotos, por favorrrr”. Ella tan profesora de la Facultad.

Mi hija ni me vio. Esquiaba mucho más arriba.

Me bajaron entonces a toda velocidad y hasta ahí llegó este año mi temporada de nieve. Quedaban dos días, me compre tres libros y una revista de cruzadas y me instalé en la confitería a tomar café.

Me traje a Buenos Aires el dolor de la pata. Varias cajas de la Abuela Goye (por las dudas), algunos tarros de trucha ahumada, millones de fotos, la plata que me sobró de los días que no esquié, 8 kilos de ropa sucia y varias cosas más.

Y que suerte que me traje todo eso. Tenía que compensar, porque claramente, el orgullo quedó allá.

Es que en esta vida loca y divertida que me tocó en suerte (Toca toca la suerte es loca diría mi hermana que con tres hijos no tiene mucho tiempo para andar dando explicaciones) ya debería saber yo que nada es suficiente... Gracias a Dios!